jueves, 18 de noviembre de 2010

Felicidad


Recordaba hace poco que un número notable de concepciones éticas (entre las que destaca la kantiana), por lo demás muy diferentes entre sí, están de acuerdo en un punto: el hombre, sostienen, debería evitar que la búsqueda de la felicidad personal sea el motivo determinante de su comportamiento. Esta actitud, explican, debería rechazarse porque es egoísta y, en consecuencia, origen de elecciones no conformes a las exigencias de una vida moralmente buena.
Sin embargo, San Agustín afirma que

«si observáis con atención, veréis que todos los hombre al amar parten del amor de sí, y en función de sí mismos aman todas las otras cosas [. . .], y no puede ser dé otro modo» (Ep. 368).

Entonces, ¿en qué sentido se puede afirmar que las acciones buenas, éticamente racionales, son acciones desinteresadas o altruistas?.

Deberá ser, necesariamente, en un sentido tal que el desinterés, el altruismo del sujeto ético, no anule su natural (necesario) interés personal. Y es precisamente esto lo que ocurre cuando el sujeto, comportándose en armonía con las exigencias objetivas de la vida buena, busca realizar el bien común a sí mismo y a las personas implicadas en su acción.

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