martes, 3 de noviembre de 2009

Miedo y Soledad


Dice un psiquiatra austriaco que los niños pequeños no tienen miedo. A veces, manifiestan estupor, son temerarios, etc pero el miedo es educacional, o al menos exige cierta autoconciencia. A medida que vamos creciendo, empezamos a tener miedo a algunas cosas y la mayor de las veces se tiene miedo no a algo determinado, sino a la soledad. Lo que no siempre alcanzamos a descubrir, es que nuestro ser más íntimo está solo y esa soledad solo es capaz de saciarla Dios.

Recojo a continuación unos textos del entonces cardenal Joseph Ratzinger

“...lo mismo que en la escena del huerto de los olivos, la médula de la pasión no es el dolor físico, sino la soledad radical, el completo abandono. A la postre su ser más íntimo está solo. Esta soledad universal, que es, sin embargo, la verdadera situación en que se halla el hombre, supone la contradicción más profunda con su simple compañía; por eso la soledad es la región de la angustia que se funda en el destino de un ser que tiene que ser, y que, sin embargo, choca con lo imposible.

Ilustremos esto con un ejemplo: Supongamos que un niño tiene que atravesar un bosque en una noche oscura. Tendrá mucho miedo aunque alguien le haya demostrado que no hay nada que temer, que nada le puede infundir temor. Cuando se encuentre solo en medio de la oscuridad, cuando sienta la soledad radical, surgirá el miedo, el auténtico miedo humano, que no es miedo de algo sino de sí mismo.
El miedo ante una cosa es fundamentalmente inofensivo, puede ser desterrado huyendo del objeto que infunde el miedo; por ejemplo, cuando se tiene miedo de un perro rabioso, todo se arregla atando al perro. Pero aquí nos encontramos con algo mucho más profundo; en su última soledad el hombre no teme algo determinado de lo que pueda huir, por el contrario, siente el miedo de la soledad, de la inquietud, de la inseguridad de su propio ser, que él no puede superar racionalmente.

Tomemos otro ejemplo: supongamos que alguien tiene que pasar la noche en vela ante un cadáver; su situación le puede parecer inquietante, aun cuando puede convencerse a sí mismo de que todo ese miedo carece de sentido. Sabe muy bien que el muerto no puede dañarle, que su situación sería quizá más peligrosa si esa persona viviese. Aquí surge una clase de miedo completamente distinta; no es miedo de algo, sino miedo de estar solo con la muerte, miedo de la soledad en sí misma, miedo de la inseguridad de la existencia.

Ahora preguntamos: ¿cómo puede superarse ese miedo si cae por tierra la prueba que intenta demostrar que es absurdo? El niño perderá el miedo en el momento en que una mano lo coja y lo guíe, cuando alguien le hable; es decir, perderá el miedo en el momento en que sienta la co-existencia de una persona que le ama. Igualmente, el que vela a un muerto perderá el miedo cuando otra persona esté con él, cuando sienta la cercanía de un tú. En esta superación del miedo se revela una vez más su esencia: es el miedo de la soledad, de la angustia de un ser que sólo puede vivir con lo demás. El auténtico miedo del hombre que no puede vencerse mediante la razón, sino mediante la presencia de una persona que lo ama.”

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