Jean
Guitton describe a su madre como una mujer alta, dulce y severa al mismo
tiempo, que nunca fue a la escuela ni a la universidad, pero que se hallaba en
posesión de una sabiduría asombrosa. A Guitton le gustaba observarla escuchando
el silencio de los campos, silenciosa ella también y de gran piedad. Leía mucho
y le encantaba alternar la vida del espíritu con el trabajo manual. Nuestro
pensador señala la deuda que contrajo con ella:
le enseñó a no separar la vida de la inteligencia de la vida del alma
y el resultado fue que
el hijo eligiera «no el absurdo ni la nada, sino el misterio». (p.8)
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